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Música y poesía (Divagaciones insoportables). Rafael Manero
 

Presentación

Mi idea de restaurar la Schola, ha sido tomada, en ocasiones, como un "delirio". La posibilidad de volver a cantar juntos, las estrategias para ensayar "a distancia", los archivos de ayuda elaborados con técnicas digitales, la iniciativa de grabar en video al director del coro para familiarizarnos con sus maneras... a algunos les resulta disparatado.

En un intenso cruce de cartas, entre los miembros de la Junta Directiva, buscando la mejor forma de organizar el concierto de Santa Cecilia y el ensayo previo de la intervención participativa de los 5 coros (la Schola también estará cantante!) Rafael Manero me decía "...los optimismos a ultranza, cuando el arte está de por medio, me producen una cierta melancolía. Así es que a estas alturas de la vida, entre escepticismos y melancolías, tendré que estar atento a que “no se corrompa el subiecto” por estas cuestiones. Dicho sea todo lo anterior “cum mica salis”.

Yo, como no era momento adecuado para entrar en debates de fondo, me quedé con las ganas de exponer mi dionisíaca concepción del arte como expresión, incluso del desorden, y siempre de las pasiones, impulsos, sueños, frente a su apolínea defensa del orden, la medida, el equilibrio, la ponderación... (la matemática de la música, como más tarde recordaba, citando a Fernando Remacha).

Poco después, al decirle yo que se había librado de un buen debate a propósito de su alusión al arte ("cuando el arte está por medio...") y las muy diversas formas de entenderlo, me escribía:

"Como ayer te preguntabas ¿y qué entenderá este tío por "arte"? Te envío, para que solaces/tortures tus ratos de asueto, este puñado de hojas otoñales".

Ese puñado de hojas otoñales lleva por título "Música y poesía". Rafael lo subtitula "divagaciones insoportables". Yo lo llamaría "reflexiones exquisitas". Hay que leerlo despacio, eso sí.

Hoy os propongo el primer capítulo. Este, lo podéis leer en silencio. Los próximos los ambientaremos con un nocturno de Chopin y una imagen del poema que inspiró a Gerardo Diego.

O sea, a sorbitos cortos, como si se tratara de un buen cognac (sic, en francés).

Alejandro Rivas.

 

1- Música y Poesía. Por Rafael Manero

“…cuán delicadamente me enamoras” San Juan de la Cruz

La fascinación por algo o por alguien es un proceso de encantamiento que inicialmente crea en el alma un estado de quietud contemplativa. La quietud está hecha de olvido –olvido de sí mismo- y la contemplación pone en marcha un impulso que nos fuerza a salir en descubierta, a aproximarnos afectivamente a lo admirado, a bailar al son que toca la persona o cosa encantadora. Como los niños de Hamelin tras los sonidos del mágico flautista, vamos alejándonos de nuestra aldea, de nuestro propio yo, para perdernos en el misterioso mundo de lo admirado. Ese proceso de encantamiento, o dicho de otra forma , de enamoramiento, nos lleva a un intento de imitación y, cuando el delirio llega al colmo, a un deseo de identificación, de fusión en ese ideal de “la amada en el amado transformada”, como dice San Juan de la Cruz. Pero esto sólo se consigue, por lo visto, en los cielos de la mística. En el mundo de nuestros humildes amores y fascinaciones terrenales, ese último y suspirado desvanecimiento es imposible. Cada uno sigue siendo el cada uno de siempre, encerrado en su cada unidad irreductible. A pesar de todos los encantamientos, fascinaciones y embelesos, A es A y B sigue siendo B. Aunque, en el mejor de los casos, llegados a la culminación del proceso, podamos comprobar que se han producido espectaculares metamorfosis de la propia sustancia. Como esas nubes que han crecido en volúmenes, turgencias y relumbres, desbordándose a sí mismas, pero que permanecen ensimismadas, bañadas por una misma luz que las transfigura, pero sin llegar a fundirse. Y más vale que así sea, porque, si llegaran a rozarse sus magníficas moles, ¡quién sabe qué aparato de rayos y centellas provocaría su irremediable disolución en el atormentado llanto de la lluvia! ¿Y a qué viene todo este embrollo de analizar cosa tan embrollada de por sí como el enamoramiento, si de lo que uno quiere escribir es de música y de poesía? El afán de pensar con imágenes, para quitar aridez al discurso y darle un aire de divertida jovialidad, puede hacer que nos perdamos en la bruma de indeseadas oscuridades, según aquello del romance que dice:

“…con la grande polvareda perdimos a don Beltrane”

Volvamos pues a nuestro don Beltrane, que, en este caso, son música y poesía.

En cierta “aula de música” quedó muy claramente expuesto que, a lo largo de la historia, la música ha estado prendada/prendida de la poesía. En un principio fue una tímida aproximación, un subrayar con los sonidos musicales las excelencias del texto, un respetuoso darse la mano, permaneciendo cada uno muy puesto en su sitio. Incluso yo diría que con un punto de indudable sumisión, de veneración, incluso de devota reverencia por parte de la música ante el soberano y excelso carácter de las palabras. En el canto gregoriano la música se limita a tocar apenas con los dedos las expresiones latinas, alargando sus sílabas, dándoles la emoción de ese oleaje del sonido que asciende y desciende en la sobria melodía litúrgica. Pero aquí lo verdaderamente importante es el texto. La palabra es la que tira de la música y la música, dócil y sumisa, la sigue con su cortejo de delicadas oscilaciones, con la sonora respiración de su pecho. A medida que vaya tomando conciencia de su fuerza expresiva, de la complejidad del entramado de las voces, de la riqueza ornamental de los timbres, la música intentará hacer suya la sustancia del texto poético y tratará de expresarla con sus propios medios. El texto podrá ser entonces un punto de partida para el compositor, una referencia necesaria para el intérprete y algo apenas comprensible para el oyente, que queda sobrecogido no ya por las palabras, sino por las grandiosas estructuras sonoras. Piénsese en las Cantatas de Bach, por ejemplo, en las que el texto alemán se nos pierde en la espesura de la polifonía. El momento de máxima aspiración de la música a fundirse con la poesía, hasta el punto de querer sustituirla por completo, llegará con el Romanticismo y Liszt lo expresará así: “(la música) tiende a convertirse, no en una simple combinación de sonidos, sino en un lenguaje poético, más apto tal vez que la poesía misma para expresar…todo cuanto se relaciona con las profundidades inaccesibles del alma” Pero, como decíamos al principio, en el mundo de la creación humana no existe la transubstanciación, y la música, aun alcanzando las cimas expresivas del “poema sinfónico”, seguirá siendo música, es decir, sonido en el tiempo, nunca, “palabra en el tiempo”, que es como define Antonio Machado a la poesía. Por eso la música, para orientar al oyente, seguirá necesitando palabras que hagan explícito el contenido poético que el compositor ha querido plasmar en la partitura, aunque esas palabras sólo figuren en el programa de mano o en la solapa el disco. Ésta es, contada en un santiamén, la historia de la fascinación que la música ha sentido por la poesía. Pero, por parte de la poesía, ¿ha habido también un anhelo de transmutarse en música?

 

2- Gerardo Diego, poeta y músico

                   “tú sabes dónde yerra un son de rosa”

                     G. Diego. Soneto a C. A. Debussy

 

Tengo la impresión de que la literatura española ha sido, en general, un poco dura de oído para la música. Escaso entusiasmo descubrimos en la mayoría de nuestros escritores y poetas. Por el contrario abundan los denuestos y los chascarrillos de todo tipo. De Unamuno cuentan que, a alguien que le hablaba de un recital de música en el que el pianista iba a interpretar los “Estudios” de Chopin, le espetó con sorna:

-¿Estudios dice usted? ¡Pues a estudiar que se vaya a su casa! Y Francisco Umbral, en su libro  autobiográfico “Los cuadernos de Luís Vives” hace gala displicente de su negación para la música: “Y no necesito decir, a estas alturas de la página –escribe en la 51 exactamente- que yo detesto la música” Amén de otros donaires/desaires: Así de directo.

Todo esto nos hace sospechar que el oído musical y el literario pueden ser distintos y estar muy lejos el uno del otro, y que música y poesía son dos flechas con distinto plumaje para el vuelo, aunque ambas apunten a un mismo blanco: nuestra sensibilidad. Sólo en el caso de que una y otra lo alcancen, producirán una sola herida por donde se escape nuestra emoción a borbotones.

Pero no todo es desnudo barbecho de sorderas para la música en el panorama de nuestras letras. Gerardo Diego (Santander 1896-1987) ha sido una de sus más brillantes excepciones. Poeta de la generación del 27, fue también un buen pianista, y llegó a escribir a propósito de la música, como si del ángel de la guarda se tratara: “con ella me acuesto, con ella me levanto y, sobre todo, a ella canto, en ella vive mi poesía y por ella existe”. Una declaración de amor tan encendida nos hace sospechar que entre música y poesía la fascinación ha sido mutua. A aquel anhelo de la música romántica por transformarse en poesía (recordemos a Liszt y sus ideas sobre el poema sinfónico) ha correspondido la poesía de Gerardo Diego con sus intentos de hablarnos con el leguaje de la música. ¿Pero podrán las palabras despojarse del lastre del significado concreto que llevan en sus entrañas, para volar libremente por el aire de la emoción, como la música?

En los poemas que Gerardo Diego dedica a los Nocturnos de Chopin los versos nos llevan a un mundo de ensueño que el poeta va tejiendo con palabras que intentan traducir la voz del piano . Digamos que, en esos poemas, la poesía se acerca a la música por la vía de la evocación soñadora. Pero así como en el “poema sinfónico” el oyente necesita las notas al programa para hacerse cargo del fondo poético que alienta en la música, aquí necesitamos oír los “Nocturnos” para que los poemas adquieran su plenitud de sentido. Es decir, que en esta aspiración a la fusión de las artes, no hay manera de que música y poesía se desvanezcan y diluyan por completo una en brazos de la otra.

“Una vez leído el poema y escuchado el Nocturno, se comprende mejor esto de que música y poesía no acaben de fundirse. El poema construye su estructura de imágenes en torno al “amor a lo profano” y al “amor a lo divino”. Con ello se “alude” a dos atmósferas sonoras, creadas por Chopin en su Nocturno. Pero la música, como tal, se nos cuela en el alma con un vago fluir de emociones, a las que cada oyente va llenando de contenido, en el que no hay imágenes ni conceptos, sino un latido indefinible. Gerardo Diego probó otra forma muy distinta, y muy original, de acercar su poesía a la música.”

Para mi gusto, uno de los intentos más logrados de reproducir con palabras la sensación de una determinada música es el soneto dedicado por Gerardo Diego a Debussy. En él se han tenido muy en cuenta los valores más musicales de la poesía: el ritmo, el metro, la rima, pero, sobre todo, la calidad sonora de las palabras, su timbre, su entramado de vocales y consonantes. Suena así:

           “Sonidos y perfumes, Claudio Aquiles,

             giran al aire de la noche hermosa.

             Tú sabes dónde yerra un son de rosa,

             una fragancia rara de añafiles

             con sordina, de crótalos sutiles

             y luna de guitarras…”

 

¡”Tú sabes dónde yerra un son de rosa”! Ese verso y los siguientes parecen hechos de terciopelo. Hay en ellos una increíble acumulación de eses y erres: sabes, yerra, son, rosa, fragancia, rara, sordina, crótalos, sutiles, guitarras…Y ese juego de sonidos nos hace sentir como el cálido roce sobre la piel de una mano enguantada, la misma sensación que nos produce la música de Debussy, con sus acordes de novena, esa delicada aspereza del sonido, música para el tacto, puro terciopelo sonoro. Y luego está esa sutil transparencia, esa vaguedad de atmósfera en la que los sonidos se confunden con los perfumes: las rosas no huelen, suenan (“un son de rosa”); los añafiles con sordina, que son instrumentos musicales, no producen sonidos, sino una rara fragancia. Pero hay más todavía. Escuchemos los últimos compases del poema:

 

                            “Y metales en flor, celestes leños

                            elevan al nivel de las mejillas

                            lágrimas de claveles y azahares”

 

Aquel primer acorde con que se iniciaba el soneto, hecho de “sonidos y perfumes”, vuelve a sonar con absoluta claridad en los “metales en flor” (sonidos) y en los “claveles y azahares” (perfumes). Así adquiere el poema un carácter cerrado, como el de una composición musical cuyo último acorde es el mismo del principio, pero enriquecido por la cadencia. ¡Esto es música!

         -Sin duda, ¡es poesía!

 

3- ARTE Y PARTE (penúltimas vaguedades)

“La música empieza como lenguaje de la expresión, exactamente donde la poesía termina” Gerardo Diego

Uno se pregunta por qué son así las cosas. ¿Por qué la música siente deseos de transformarse en poesía? ¿Por qué la poesía suspira por alcanzar el vuelo abstracto de la música? El problema que se adivina debajo de todas estas inquietudes y desasosiegos es el de la “expresión”. Y, afinando más todavía, el de la “expresión de nuestras emociones” El ser humano -ya lo dijo Pascal- es un junco, una frágil caña solitaria, a la orilla de un río. Pero una caña que piensa. Queremos salir de esa soledad pensativa y lo hacemos mediante la palabra, ese puro milagro. Con las palabras manifestamos nuestras ideas, que son esas súbitas claridades que surgen en nuestra mente, cuando entramos en contacto con el mundo exterior. Pero las ideas no nacen desnudas, sino revestidas de un extraño ropaje, tan fascinante como el brillo esclarecedor que de ellas se desprende. Ese ropaje son nuestras emociones. La gama de las emociones puede parecernos infinita, pero, si bien se mira, todas pueden reducirse a sólo dos; como los mandamientos, se encierran en dos: la alegría y la tristeza. Definirlas nos causaría ahora una fatiga atroz, entre otras cosas, porque uno sospecha que ambas están hechas del mismo barro y sustancia que las lágrimas. Se llora de alegría, como también se llora de tristeza. Es un misterio. En esa afirmación de la vida, o tal vez mejor, en ese sentirse contento, en ese decir “sí” al puro instante presente, que es el meollo mismo de toda alegría, se esconde, como el corazón de una amarga almendra, la conciencia de que tenemos que morir. Esto hace que incluso nuestros momentos de mayor exaltación estén teñidos de melancolía. Para dar expresión a todo este agitado mundo de sentimientos, de inexpresables estados de ánimo, el ser humano ha inventado el arte. Primero están las artes plásticas, en las que la materia, que se toca con las manos (pintura, barro, piedra, bronce, mármol…) es manipulada por el artista hasta que su emoción personal queda como impregnada en ella. Luego nos pondremos frente a esa obra de arte y, en un proceso, en cierto modo inverso al que siguió el artista, llegaremos a mojar nuestras manos en ese manantial de lo hondamente sentido, que fue el origen de la obra. Bien es verdad que nuestro escalofrío nunca será igual al del artista que sintió brotar la vena borbollante. Pero, con un margen de cierta vaguedad, habrá una aproximación de sensibilidades. Tal vez, este estremecimiento que sentimos como espectadores encuentre una imagen más ilustrativa en la cuerda de violín que se pone a vibrar por simpatía, cuando un instrumento cercano hace sonar la nota en la que ella está afinada. Para que esta vibración de nuestro espíritu entre en la longitud de onda de esa afinada nota de emoción que la obra de arte emite, nosotros tendremos que aproximarnos espiritualmente a ella. Esto exige un esfuerzo: necesitamos vencer algunas dificultades. Será necesario que nos pongamos en trance. En las llamadas artes plásticas (pintura, escultura) la barrera que habremos de superar es el carácter estático que poseen. El cuadro colgado en la pared se nos da entero, inmóvil, simultáneamente en todos sus detalles, con una rígida quietud de naturaleza muerta. La emoción, en cambio, es un proceso fluyente que, como estado de conciencia que es, se desenvuelve en el tiempo. Esto quiere decir que, para que salte la chispa y toque nuestra sensibilidad, deberemos hacer el esfuerzo de “entrar en el cuadro”. Contemplarlo, comprendiéndolo, equivale a ir recreándolo nosotros interiormente. Sólo así lo que era algo estático se convierte en algo dinámico que fluye en nuestro interior durante el acto de la contemplación. Con la poesía y la música esta dificultad, esta rígida corteza de lo estático, no existe. Ambas fluyen en el tiempo, se nos cuelan en el alma y, al mismo tiempo que ellas se desenvuelven como obras de arte, se produce en nosotros esa delicada alquimia que da como resultado la emoción estética. Pero aquí las dificultades son otras, como verá el que siguiere leyendo estas divagaciones, la próxima semana.

 

4. LA MÚSICA QUE NOS LLEVA (o elogio de la ignorancia)

Estábamos en las dificultades. La “materia” que la poesía transforma son las palabras. Pongamos esa expresión entre comillas, ya que la palabra es algo alado, con un alma espiritual y misteriosa que sólo la mente puede tocar. Pero sí, ellas son los pigmentos, el barro, la “materia” que el poeta manipula y acaricia, para dar forma al mundo de sus sueños. Las palabras pueden articularse en un lenguaje que sólo busque la utilidad, la eficacia práctica; por ejemplo, el lenguaje que utilizamos para hacer la compra en el supermercado: -A ver, una crema de maquillaje para esta señora, que tiene el cutis muy blanco. Pero también las palabras pueden articularse de forma que sólo busquemos la expresión de algo intensamente sentido, una vaga conmoción interna, “un no sé qué”. Ese será un lenguaje poético. El gran invento de la poesía, para expresar eso tan vago y tan profundamente sentido como son nuestras emociones, es la metáfora. En la metáfora dos cosas distintas se ponen frente a frente y entre ellas se produce un chispazo esclarecedor, que salta de una a otra y, de paso, trastoca nuestro ánimo con un estremecimiento. Aquí tenemos una mano blanca y tranquila. Aquí, la nieve, con su resplandor inmaculado y silencioso. Bécquer, al hablarnos de un arpa famosa, aquella que “veíase…del salón en el ángulo oscuro”, nos dice:

“Cuánta nota dormía en sus cuerdas, como el pájaro duerme en las ramas. esperando la mano de nieve que sepa arrancarlas”.

La mano de nieve. No cabe duda de que decir mano blanca sería usar un leguaje de supermercado, como decir lencería blanca, por ejemplo. Pero, claro está, al poner frente a frente una mano y la nieve, no pretendemos dar a entender que esa mano sea realmente de nieve -¡qué horror!- Eso sería un leguaje absurdo de puro realista. Bécquer nos dice: la emoción que nos produce la nieve, con su deslumbrante blancura y su luminoso silencio, la sentimos ante esa mano blanca y tranquila, que está a punto de pulsar las cuerdas del arpa. Mano de nieve: he aquí algo más que un dato útil; una emoción. Con este recurso, aparentemente tan simple, de acercar cosas distintas, para que entre ellas surjan inesperadas claridades, el poeta tiene en sus manos inagotables posibilidades de expresión. Captar la fuerza de esas comparaciones llamadas metáforas: ese es el reto que debe afrontar todo lector de poesía; cosa que, a veces, no resulta tan fácil, porque los poetas se han vuelto cada vez más sutiles y complejos, y más audaces en su forma de expresarse. ¿Y la música? ¿Por qué cimas de expresión planea la música, si no puede establecer comparaciones, urdir metáforas, balbucir conceptos, y si tampoco puede engatusarnos con los colores o con las bellas formas de un desnudo perfecto, por ejemplo? La música es el arte que, a través de los sonidos ordenados y dispuestos en el tiempo, es capaz de trasmitir la emoción en estado puro, libre del lastre de conceptos, metáforas, formas visuales y táctiles. Como dice Gerardo Diego: “La música empieza como lenguaje de la expresión lírica, exactamente donde la poesía termina”. Es decir, que el sonido, cuando el artista lo transforma en música, lejos ya de la materia que se toca con las manos (barro, pintura), y tan aéreo como la palabra, emprende el vuelo de la “expresión lírica” más ligero de equipaje que la misma poesía. Pero lo misterioso es que la música es un “lenguaje”, digámoslo así, muy complejo, erizado de dificultades técnicas, que tiene su alfabeto, su prosodia y su sintaxis propia, que sólo los músicos dominan y que requiere un laborioso y prolongado estudio. Sin embargo, aun cuando no sepamos leer una partitura e ignoremos todo sobre contrapuntos y armonías, al escuchar ciertas músicas podemos sentir cómo el corazón se nos sube a la garganta y, dejándonos arrastrar por ese río inaprensible de ritmos y sonidos, puede que hasta lo ojos “despidan larga vena”, incluso que lloremos a moco tendido. Uno recuerda con cierta nostalgia los años de adolescencia en los que, a pesar de saber “todavía menos” música que ahora, la conmoción interna que nos producía escuchar a Chopin, a Schumann era indescriptible . Aquel vendaval que nos sacudía, dejándonos maravillosamente tristes, era tan asombroso y desmedido como nuestra ignorancia. Luego vendría Bach a serenar y dar hondura a nuestras musicales cuitas. Se impone terminar estas divagaciones de alguna manera. Dicen los teóricos de la estética que esta forma de interpretar el arte, sobre la que he estado laboriosamente divagando, no explica adecuadamente el fenómeno artístico. El arte, como expresión de emociones, como proyección sentimental del artista y del que lo contempla o disfruta, no es todo el arte. Queda por justificar y explicar el arte abstracto y, tal vez, el aspecto más inhóspito e hiriente de la música moderna, que parecen obedecer a otros motivos más sutiles y abstrusos que el de la proyección sentimental y el de la expresión de nuestras emociones. Pero esa es otra historia que nos llevaría a nuevos y más prolijos devaneos. Así son las cosas. (Pero, si no son así…, tampoco pasa nada)

 

5. EL BANQUETE DE BODAS

En todo este proceso de fascinación mutua entre música y poesía, del que venimos hablando, el mejor camino para su encuentro no ha sido ni el “poema sinfónico” (Liszt) ni los versos dedicados a evocar músicas que nos han conmovido (Gerardo Diego). El camino por el que, a lo largo de la historia, han avanzado música y poesía, dándose la mano, y comunicándose mutuamente un íntimo estremecimiento, ha sido, sencillamente, el canto, la canción, los coros, desde la sobria melodía gregoriana a la más exuberante fronda de polifonía. A esta verdad elemental hemos venido a parar, después de tan laboriosas divagaciones: la voz humana, cantando las palabras de un poema, las convierte en música, para que vuelen con las alas poderosas con que lo hace ese arte tan abstracto, tan sutil, tan misterioso. Beethoven encontró, escondido en los versos de un poema de Schiller, el rescoldo que le serviría para prender el magnífico incendio con que culmina su “Novena Sinfonía”. Ahora podríamos matizar aquella observación de Gerardo Diego (“la música empieza…donde la poesía termina”) diciendo que, cuando se canta, la poesía no termina sino que se sublima y transfigura con la música. Apeémonos ya de todo este poetizar la cosa , atreviéndonos todavía a dibujar una última y retorcida voluta de columna salomónica: a ese final de la “Novena” bien pudiéramos calificarlo como “El BANQUETE DE BODAS”, en que alcanza su más alta realización el encuentro entre música y poesía. Y no pasamos más allá del banquete, porque, si bien se mira, siempre hay alguna desavenencia entre ellas. La música es muy suya, muy soberana, y siempre termina forzando un poco las situaciones y marcando diferencias. El mismo Beethoven modificó e introdujo añadidos a los versos de Schiller por cuestiones de ritmo y para que la idea musical pudiera desplegarse en todo su esplendor. Pero las palabras del poema de Schiller nunca pudieron soñar volar tan alto como cuando, alzándose sobre el poderío de la orquesta, cantadas por el coro, se convierten en música. ¡Y no necesitamos ya diccionario, ni explicación alguna!. Nos basta escuchar, para entender, “no sabiendo“ / “ toda ciencia trascendiendo”.

 

Algún comentario más... Creo que hemos hecho bien en escoger los coros de la Novena Sinfonía, para ilustrar esas "bodas" entre poesía y música. Es verdaderamente un momento cumbre en el que poesía y música se comunican su propia magia, alcanzándose así algo que está por encima de la poesía recitada y de la música instrumental, fundidas ambas, en el canto, por la voz humana, Yo estoy convencido de que, a pesar de no entender el alemán sino sobre el papel y con diccionario, lo que captamos al oír esa parte de la sinfonía es de otro orden que el de la intelección de conceptos. Y que la emoción de los "legos" no será menor que la de los teutones de nacimiento (que por otra parte, tampoco llegarán a entender todo lo que allí se canta, por la complejidad del entramado de las voces. Pero, ¿qué puede pasar cuando uno entiende perfectamente de la a a la z lo que se está chantando? Siempre queda alguna insatisfacción cuando tratamos de hablar de ese “matrimonio” de Música y Poesía. Es lo que dejo flotando en ese final. Aun en el mejor de los casos, conociendo a la perfección el alemán o los latines, no siempre al oírlos cantar se “entienden”; o no en todos los momentos. Ni hace falta, para que nos sintamos transportados. Esa música no sería la que es sin esos versos. Esos versos no nos llegarían tan hondo (aun sin “entenderlos”) sin esa música. Todavía se me había ocurrido hacer otra comprobación. Tiene Mompou una obra para coro y piano sobre letra de San Juan de la Cruz, titulada CANTAR DEL ALMA. La letra del “Qué bien sé yo la fonte, que mana e corre, aunque es de noche”...etc. se “entiende” en todo momento. ¿Llegaríamos a emocionarnos tanto si no la “entendiéramos”? En todo caso, tanto al escuchar los coros de la Novena como este Cantar del alma, algo misterioso nos pasa que llega a tocarnos “del alma en el más profundo centro”, y que no depende del contenido conceptual de las palabras desnudas. Tengo una versión maravillosa interpretada por el Coro de Cámara del Palau de la Música Catalana con la voz solista de Maite Estrada, piano Josep Surinyac, dirigidos por Jordi Casas Bayer, 

 

Cantar del alma que se huelga de conocer a Dios por fe.

Qué bien sé yo la fonte que mana y corre,
aunque es de noche.
1. Aquella eterna fonte está escondida,
qué bien sé yo dó tiene su manida,
aunque es de noche. 
[En esta noche oscura de esta vida,
qué bien sé por fe la fonte frida
aunque es de noche]

2. Su origen no lo sé, pues no le tiene,
mas sé que todo origen della viene,
aunque es de noche. 
3. Sé que no puede ser cosa tan bella,
y que cielos y tierra beben della,
aunque es de noche. 
4. Bien sé que suelo en ella no se halla,
y que ninguno puede vadealla,
aunque es de noche. 
5. Su claridad nunca es escurecida,
y sé que toda luz de ella es venida,
aunque es de noche. 
6. Sé ser tan caudalosos sus corrientes.
que infiernos, cielos riegan y las gentes,
aunque es de noche. 
7. El corriente que nace de esta fuente
bien sé que es tan capaz y omnipotente,
aunque es de noche. 
8. El corriente que de estas dos procede
sé que ninguna de ellas le precede,
aunque es de noche. 
[Bien sé que tres en sola agua viva
residen, y una de otra se deriva,
aunque es de noche.]

9. Aquesta eterna fonte está escondida
en este vivo pan por darnos vida,
aunque es de noche. 
10. Aquí se está llamando a las criaturas,
y de esta agua se hartan, aunque a oscuras
porque es de noche. 
11. Aquesta viva fuente que deseo,
en este pan de vida yo la veo,
aunque es de noche. 

 

6.- Consideraciones de un profano. Alejandro Rivas

Ya tenía yo ganas de entrar en este asunto de la música y la poesía, música y texto o música y palabra, si lo entendemos en un sentido amplio.

Como no tengo los conocimiento musicales y literarios de Rafael Manero ni la documentación tan extensa de Ramón Cubillas me dispongo a aportar lo que puedo: mis impresiones, mi punto de vista y mi propia experiencia. Así, de paso, puede que se anime algún otro a saltar al ruedo.

La publicación de estas reflexiones "insoportables" ha tenido una larga historia. Las ideas básicas aparecieron hace más de 8 años en una publicación de carácter local , la Voz de la Ribera, de Tudela. "Y lo que late en el fondo, me decía Rafael,  es  una aparente seguridad al escribir sobre aquello de  lo que no estoy seguro.

Larga historia en el tiempo y compleja en el proceso. Compleja en elegir las ilustraciones musicales, las imágenes de partituras... Complejidad que se ha enriquecido aún más con las aportaciones de Ramón. Hasta tal punto que, para su último comentario, nos proponía como ejemplo una interpretación del poema de San Juan de la Cruz, en flamenco puro, de Enrique Morente. ¿Fuerte, no? Pues alguien, que yo me sé, me ha enviado unos artículos del mismísimo Falla entrando en el tema del flamenco y sus valores, bien a fondo. .. Curioso y sorprendente! Algún día habrá que decicarle un tiempo.

Bajo la superficie de los textos que han aparecido en el blog, hemos intercambiado un montón de cartas personales. Por no alargarme demasiado, citaré la que escribía yo a Ramón, a propósito de su último comentario:

"...te adelanto que me gustaría intervenir, a nivel de comentario, exponiendo mi punto de vista sobre las tesis de Rafael y las tuyas. Especialmente matizando esa especie de distingo cartesiano entre lo mental y lo emocional que aparece en tu último comentario. O sea, defendiendo que, para mí, son dos aspectos de una misma realidad que jamás se da por separado. Que no hay palabra (aunque habláramos de economía) que no tenga su contenido melódico. Que no hay palabra que afecte únicamente a la razón. Que todas son "polisémica, susceptible de interpretación, de ser tamizada a través del propio yo en su totalidad (conocimientos, deseos, frustraciones, vivencias…)." repito, aunque hablemos de asuntos aparentemente "objetivos".

Pues bueno, en estas andábamos, cuando, repondiendo mi petición de las partituras de su obras -algunas ya dadas a conocer en excelentes versiones de Gregorio Azagra- va, el bueno de Rafael, y me dice: "...te añado la de una obrita sobre versos de Safo que compuse para una sobrina mía que se casó en Atenas y allí vive. La portada es de Natxo".

Oh señor, en buena hora! Esto fue el pasado día 3 (diciembre) y aún está el tema en la cocina, pese a la dedicación casi exclusiva que le hemos asignado.

Sin duda es el "más difícil todavía" de los números de circo, en un alarde de comunión entre música y poesía. Veamos, son versos de Safo, poetisa griega, escritos en griego hace unos 2600 años, dispersos en varios fragmentos de su obra, a los que Rafael pone música como regalo de boda para su sobrina.  Y no para ahí la cosa.

Para que podamos hacernos una idea de cómo suena el maridaje, el de la música con la poesía, digitalizamos la partitura y encomendamos la interpretación a los pobres instrumentos y voces que tenemos a mano. Todo esto lo explicaremos más detenidamente.

Y ¿qué decir de la letra? En qué se habrá inspirado Rafael?, ¿En el texto griego o en la traducción castellana? ("Se esconde la luna y también las Pléyades... yo sola voy a acostarme"). Yo, la verdad, cuando oigo esas bellas melodías que ha compuesto, construyo vagamente mi propio poema. Habla de un músico que compone una obra para la boda de su sobrina. Dice que su novio es muy alto ("altísimo Niko"). Veo a la novia encantada por ello. Olvido su soledad y comparto la celebración del encuentro en la noche de bodas.

Como de costumbre, mis músicas siempre tienen letra, la que yo mismo recreo. Así fue, de niño cuando repetía las romanzas de zarzuela y las coplas que cantaba mi madre mientras hacía las camas. Así fue más tarde con los latines en la Schola, y luego apropiándome de las canciones de los Beatles, siempre en inglés, sin saber, apenas, lo que decían. Convirtiendo la fonética en un elemento más de la música. Así ha sido, es y será, la letra de mis cantos. A veces, en contadas ocasiones, la letra es la señora y la música se conforma con el papel de adorno. Así en ciertos poemas sagrados (S. Juan de la Cruz, Machado, Neruda y... aunque pueda sorprender, Sabina).

Bueno, ya seguiré con mi comentario profano. Os dejo ahora con la explicación que da Rafael a su combinado "Eis Érota (Al amor).

 

7. Música y Poesía: ejercicio práctico (Rafael Manero)

En todo este largo proceso de consideraciones sobre Música y Poesía llega el momento de plantearse la cuestión ¿por qué no intentar un ejercicio práctico de cómo Música y Poesía se dan la mano en una breve composición? A ver qué pasa. En este caso el fuego inicial, que provocará tres pequeñas hogueras sonoras, lo descubrimos en unos versos de Safo, la enigmática y sensitiva poetisa griega del s.VII a. C. Los versos de Safo nos han llegado con cuenta gotas: son poemas y fragmentos extraídos de citas tardías, resonando en la memoria de gentes a veces anónimas. Nos han llegado con cuentagotas, pero son unas gotas de plomo derretido: algo incandescente y sin embargo delicado, sereno, puro, transparente. Enamorada de una de sus discípulas, supo también reflejar la conmoción que suponía para una novia la llegada del novio, y sus versos epitalámicos son expresión de algo hondo, que conmueve por igual a toda sensibilidad que haya experimentado el enamoramiento. Ya en este primer momento de incitación a la creación el músico se siente sugestionado por alguna palabra, un ambiente, un sentimiento. Y lo que él empieza a tramar no se podrá tomar nunca como una interpretación fiable de lo que Safo escribió. Lo que finalmente quedará en la partitura será solamente una resonancia personal. Así trazará un primer movimiento dedicado a expresar “la soledad de la novia”: “...pasan las horas y yo, sola, voy a acostarme”. Un segundo movimiento (hablamos de “mini” movimientos) exultante, la llegada del novio: “un novio viene, que es como Ares, mucho más alto que un hombre alto”. Por último, un final epitalámico “llegaste, yo te buscaba, ardiendo en ausencias...” En “divagaciones” anteriores decíamos que la música es muy soberana y que termina por imponer a los textos su criterio arquitectónico. Así en el Epitalamio, el verso era un fragmento tan breve que era necesario completarlo para que la música alcanzara la coherencia esperada. Ha sido preciso buscar en ese mosaico de brevísimos fragmentos, expresiones que armonizaran con la concepción musical del movimiento. Y las hemos encontrado en otros versos truncados, pero muy emocionantes, en los que aparece la palabra immerojonos ahdw “ruiseñor de voz encantadora” o la invocación a la doncellez perdida. El resultado puede verse en la partitura y en el audio de la música digitalizada. Sobre ésta última decir que se trata de una prueba con la que Alejandro y yo tratamos de iniciarnos en ese fabuloso mundo de la musical digital. Los dos esperamos que no seais demasiado rigurosos al juzgar el resultado.

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Ver selección de poemas de Safo >>

Audición de "Eis Érota" parte I, II y III >>

En el anterior ejercicio práctico quedaba más o menos expuesta por parte del músico esa relación de dependencia-independencia de la Música con respecto a la Poesía, que él había experimentado. Queda por saber cómo ha sentido el oyente esa misteriosa tensión dialéctica. Muy al principio de toda esta historia veníamos a decir que el compositor, que quiere poner música a una letra, debe entender qué dice la letra. (Pero Grullo está en el Portal, no hay duda). Aunque hay grados en esa intelección. Su comprensión puede ir de un correcto captar el sentido de las palabras a una especie de intuición: un deslumbramiento producido por una palabra, por una vaga atmósfera, justamente “por un no sé qué”. Al intérprete le viene muy bien entender el texto, y un intérprete culto debería esforzarse por buscar medios que se lo hicieran asequible. Pero, para conseguir una interpretación aceptable y aun brillante, le bastaría con atenerse a la lógica interna de la música. Es el oyente, tal vez, el que necesite tener ante los ojos, en el programa de mano por ejemplo, la traducción del texto. Pero ¿qué puede “entender no entendiendo” si no tiene ningún arrimo al que agarrarse? En este ejercicio práctico de comprensión, que estamos intentando, la letra, para ponernos en un límite extremo, es ya una lengua muerta: un idioma griego del s. VII a.C., que ha puesto al compositor en el brete de consultar el diccionario, a pesar de tener al lado una traducción fiable. El oyente, en el caso de que pudiera oír las palabras cantadas (cosa ya imposible en esta versión digital) tal vez pudiera ponerse a soñar por su cuenta al oír la palabra “Pleyades” o “Himenaon”... Pero ¿qué puede llegarle de aquel fuego que calentó la imaginación del músico? Uno espera que, aunque no llegue a tener idea de que “las horas de la noche pasan y una novia sienta su soledad a la hora de acostarse”, esos acordes iniciales con su bajo ostinato, y ese pausado y persistente gotear del piano le hagan sentir el paso del tiempo, con su insistencia, su pulso, y la melancolía que arrastra consigo todo esto. En la segunda parte, aunque el oyente tampoco tenga claro que la música celebre la llegada de un novio, como Ares, más alto que un hombre alto, y que los carpinteros deben por ello levantar los techos, tal vez notará que algo se eleva y lo impulsa hacia lo alto, no sólo porque las aclamaciones de “¡Himenaon!” se sucedan en escalones ascendentes, sino porque la misma armonía (aunque él no se dé cuenta expresa) asciende hasta la dominante de la tonalidad. En cuanto al Epitalamio, es posible que esa música, con la atmósfera que crean melodía y armonía, lo suman en esa vaga y dulce tristeza en la que se bañan todos los epitalamios del mundo. Porque, al fin y al cabo, “post coitum omne animal, triste” y porque la más honda y dulce raíz de la ternura está en el sexo, como sabemos desde “Dafnis y Cloe” de Longo (quien, por cierto, también estuvo en Lesbos, si es que no nació allí, aunque ya en el s. II de nuestra Era). Esto es lo que se me ocurre concluir al cabo de este merodeo en torno a las “relaciones” de Música y Poesía, unidas en el canto: que se puede sentir lo más hondo, aun sin entender lo que se mueve en la superficie de la letra.

Nota técnica:

Al digitalizar la partitura nos encontramos con diversos problemas técnicos que intentamos solucionar de alguna forma. El programa que tenemos tiene un sonido, cuando se usan voces solas en la reproducción de la partitura, que no acaba de gustarnos. El añadir un fondo de cuerdas (violines 1º y 2º, viola y violonchelo) contribuye a mejorar el sonido de las voces solas, ligar mejor las frases, crear atmósfera. La sustitución de la voz "humana", en el primer movimiento, por la flauta de concierto que tiene Alejandro en su ordenador ha sido un acierto, así como el vibrato de los violines. El brillo sonoro es mejor. Lo mismo se diga del oboe añadido en un pequeño fragmento de la segunda parte. El piano nos ha planteado diversos problemas. Excesiva fuerza de ataque en los acordes, que ha habido que dulcificar para que se integrara mejor en el conjunto, y un aire un poco mecánico que no acaba de gustarnos del todo. Los que intentéis digitalizar partituras tened en cuenta que cuanto mejor programa tengáis (serán económicamente más caros de obtener, claro está) mejor marcharán las cosas y el resultado final será más convincente.