Recordando al Padre Eutimio Martino, "nuestro
profesor de Poética"
Guardo de algunos de mis maestros un recuerdo muy vivo y entrañable.
Con frecuencia compruebo la huella que ellos dejaron y acaricio esa
impronta, que no es una cicatriz ni nada que tenga que ver con lo
quirúrgico y doloroso. Es algo así como un resplandor que uno sorprende
en su alma, todavía vivo y presente, pero que tiene su origen en
aquellas estrellas fugaces que pasaron por nuestra vida en los años
escolares. Recuerdo al profesor de “Poética”. ¿Cómo podríamos definir la
enseñanza que aquel maestro impartía? No era propiamente un profesor de
Literatura: era un poeta que enseñaba Poesía, si es que puede enseñarse
lo milagroso. Lo recuerdo paseándose por la ruidosa tarima de la clase,
delante del encerado, ingeniándoselas para sacudir nuestra modorra y
tratando de arrancar un destello de interés a nuestros ojos distraídos
Recitaba los versos con voz un poco metálica (¿tal vez quejumbrosa?)
Adoptaba una actitud de concentración casi dolorosa, y subrayaba los
silencios poniéndose el puño ante los labios. Su método era el
socrático: hacer numerosas preguntas para provocar respuestas, aunque
fueran disparatadas.
En cierta ocasión, nos leyó la primera estrofa de la oda de Fray Luis de
León titulada “A la Ascensión”, que dice así:
“¡Y dejas, pastor santo,
tu grey en este valle hondo, oscuro,
con soledad y llanto,
y tú, rompiendo el puro
aire, te vas al inmortal seguro!”
Hecho el silencio, volvió a repetir el primer verso y se quedó
cabeceando, el puño ante los labios, la mirada perdida en el vacío. Y,
de pronto, hizo la pregunta:
-A ver, ¿qué palabra, en este primer verso, es la que tiene mayor carga
poética?
Eso de la “carga poética” nos lo había explicado en términos de emoción.
Nos estaba preguntando cuál era la palabra más emocionante en un verso
que sólo tenía ¡cuatro palabras contadas!: “Y- dejas- pastor- santo”
Las ingenuas manos de los que encuentran respuestas inmediatas para todo
fueron muchas y se alzaron rápidamente:
-¡”Pastor”!- dijo uno (seguramente pensando en lo poéticas que resultan
las ovejitas, el campo…)
La sonrisa imperturbable que descendía de la tribuna nos hizo comprender
en seguida que habíamos equivocado la respuesta. Sucesivamente fuimos
descartando el adjetivo “santo” y el verbo “dejas”, ante el silencio
hermético del profesor, que iba dejando traslucir una especie de
irritado desencanto. Pero nuestro desconcierto no era menor: la única
palabra que quedaba por señalar, la conjunción “Y”, ¡parecía tan poca
cosa! Por fin, como quien hace un chiste y ante el regocijo general,
alguien dijo:
-¡La “Y”!
En aquel momento aquel hombre se transfiguró y con profunda emoción
prorrumpió en un reiterado:
-¡La “Y”, sí señor, la “Y”! ¡Todo el dolor del mundo está condensado en
esa “Y” inicial! Esa “Y” equivale a decir: ¡”es posible que” nos dejes…!
¡”Serás capaz de” irte, dejándonos en soledad y llanto! ¡Esa “Y”, a la
que han dado ustedes tan poca importancia, es un gesto de doliente
reproche, de contenida protesta ante la radical soledad del ser humano!
Aquel hombre, visiblemente emocionado, consiguió que un verso que a
nuestros oídos parecía ser tan sólo un retórico sonsonete, nos entregara
su secreto: ese emocionante desgarro ante el misterio de la vida que
late en el fondo de toda verdadera poesía.
Y así, poetas clásicos y modernos fueron colándosenos por las entretelas
del alma en aquellos años primerizos, en los que aún no habíamos
experimentado especiales desconsuelos. Y esos amados poetas y otros que
fuimos descubriendo con el tiempo, continúan acompañándonos a estas
alturas de la vida, ¡ahora que ya sabemos lo que vale un peine!
“Dichosa edad y siglos dichosos aquellos” en los que un profesor de
“Poética” fue no sólo “profesor”, sino “poeta” él mismo; una profesión
“tan improbable”, como decía con gracia, aludiendo a la que aparecía
consignada en su carnet de identidad, Jorge Guillén.
Rafael Manero (15 de marzo de 2012)
Yo le recuerdo comentando, sobre la misma tarima quejumbrosa, la oda
I, 4, "Solvitur acris hiems", instándonos a sentir la danza de las
ninfas cifrada en la propia métrica (alterno terram quatiunt pede) y la
llegada fría de la muerte cortando como una cuchilla la tibia estampa
primaveral (pallida mors aequo pulsat pede...). Le recuerdo también
haciéndonos reparar en lo que, a su irónico juicio, era el piropo más
imponente de la literatura, el que los ancianos de Troya que sobre las
puertas Esceas presenciaban los combates que tenían lugar en la llanura
dirigieron a Helena al pasar frente a ellos: "No es reprensible que
troyanos y aqueos, de hermosas grebas, sufran prolijos males por una
mujer como ésta, cuyo rostro se parece a las diosas inmortales." (Con
este lenguaje tan peculiar, el de la traducción de Segalá, nos hablaban
los héroes desde el papel biblia de aquel tomito de Crisol con
ilustraciones de John Flaxman). Sin duda Martino es el profesor del que
guardo un recuerdo más grato. Enseñaba como ya no se acostumbra:
contagiando. Él nos abrió los ojos a elegancia serena de lo clásico.
Particularmente le agradezco que en la calígine tridentina de aquellos
tiempos me abriese una ventana al salubre paganismo de Homero "and his
unchristened heart".
Alfonso Fernández (4 de abril de 2012)
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